En la recta de bajada hacia nuestra escena, encontramos al personaje de Vincent (Yves Montand) que, a pesar de padecer la historia principal del film, por cierto ya prácticamente contada al llegar a nuestra escena, cede su triste y en ocasiones patético protagonismo a François (Michel Piccoli), que se va a colocar ante la cámara, primero en lo que respecta al plano físico del encuadre, pero también en lo que respecta a la historia, pues está a punto de desvelar un suceso trágico para él. El plano comienza cuando Vincent detecta que François ha salido del compartimento del tren donde sus amigos celebran el éxito de Jean (Gerard Depardieu), que ha vencido en su combate de boxeo. Sale del compartimento, se acerca a François y le pregunta qué le sucede. François le explica que su esposa Lucie (Marie Dubois) le abandona, finalmente, por su amigo Jacques (Umberto Orsini). En ese instante, un plano fijo se vuelve mayúsculo, y la cosa va de cine a lo grande. Y es grande porque lo que sucede es grave, y todo sucede en el espacio de un plano fijo, en la distancia fija entre dos hombres, en la fijación de vida en la que ambos se reconocen cristalizados y que, en esencia, es la historia que Sautet nos cuenta con este plano memorable.
En primer plano, François, pero en primer plano, Vincent (sic). En lo interpretativo es un duelo a la altura, pero en la lógica de la historia, la tragedia de François es un espejo para Vincent. Quizás sea por eso que Sautet (“Un corazón en invierno“, 1992) no nos enseña del todo el rostro de François, siempre en perfil, sino el de Vincent, frente a la cámara, nítidamente enfocado para su desgracia, y en su desgracia, que se le amontona por doquier al reverberar irremisiblemente con la de su amigo François. Éste, sin mirada, exento de todo vector, de toda abertura, incompatible con toda porosidad posible; o mejor, empachado de presente, como hasta arriba de una dosis abundante de vida que terminó siendo letal. Vincent sabe de esa exención ocular, de esa falta incontenible que se adueña de su amigo pues Sautet ya nos ha contado antes que él también la atravesó, cuando fue abandonado por su ex esposa Catherine (Stéphane Audran). Las dos historias se encuentran entre sí, aunque en una cierta desincronía que nos indica la utilización de una por la otra, el servicio que una tragedia hace por la otra, la de Vincent, que integra la de François, que se la inocula y la asimila en su propia sutura. De ahí ese enseñar su rostro, dejar que sus ojos le miren y le revisen en su agujero que a él le resulta tan familiar. François, sin rostro, con dos franjas negras a la altura de los ojos, dispuesto en ese atril maravilloso del mirar desde los trenes que, sin embargo, a él solo le inspirar mirar al suelo, como pensándose si tirarse por la ventanilla.
Aquí no hay actores-modelo, ni historias que se enredan para desenredarse felizmente en palabras de alivio y de amor; por el contrario, hombres. No solo hombres, sino hombres de edad, de partidas perdidas, rostros inertes y de potencias exhaustas, que a fuerza de darle vueltas a las ideas se les pusieron negras, ¡y algo de eso parece estar escribiéndose con ese cigarrillo con el que François parece estar pagando su dolor! No hay lágrimas, porque no hay pánico, sino tan solo una especie de constatación de una tétrica sospecha que pareciera haber venido instalándose y cuyo oscuro ser hubiera empezado a aletear en el interior de François. No en vano, el amor de su esposa por el OTRO no nos llega como una sorpresa, sino como un enhebrado final tras muchos intentos por parte de Lucie y que Sautet nos había venido contando. Así que François se consume y se deja consumir en una cancerígena relación de ida y vuelta con su cigarrillo, que es él mismo. Labios tensos, estirados, apretados; ojos marchitos, y una luz dura que hace resaltar esos accidentes de la vida que son sus facciones y su propio aspecto. ¿No les parece que, integrado el tiempo en esta ecuación, cobra sentido que todo esto suceda a bordo de un tren?
A veces, los duelos interpretativos ponen de manifiesto su alto nivel, pero no son garantía de un gran momento de cine. Sin embargo, aquí va de otra cosa, de cine, precisamente. Las historias de Vincent y de François se retuercen entre sí, cobrándose cada una algo de la otra, y señalando así algo de un nivel superior a ambos, algo de una cierta universalidad de lo masculino, trágicamente.
Claro, no todos entramos en esa pequeña distancia física que separaba a Yves Montand de Michel Piccoli, simbólicamente contraída hasta la práctica desaparición. En el plano, son casi uno. No existe la distancia, sino para ser combatida, para ser empleada como potencia de una coincidencia de vida entre los dos personajes cuyo encaje la convierte en acto. Y el encaje es posible, desde luego, sobre todo identificado en Vincent mirando a François. Pero, decíamos, no todos entramos en ese encaje, no todos podemos entender cómo se realiza ese ajuste entre los dos. Y es que dicha conciliación entre ambos es tan solo señalado en la película, pero convocado con cargo a la experiencia personal de un espectador que deberá dar la talla, como nuestros tristes amigos abandonados. El espectador deberá retorcer algo de su cartera inefable, de sus palabras perdidas, y ponerlas a girar sin pronunciamiento, sin teatralidad, tan solo viviéndolas en la activación de un estado del alma con el que se entiende el acople entre Vincent a François. Dicho de otra manera, la película requiere de un espectador que pueda provocar esa conciliación porque él mismo sea capaz de conciliarse con François primero, pero, en el fondo, con Vincent. Sin ese patrimonio depositado al otro lado de la cuarta pared, del lado del espectador, todo queda en manos de una “descodificación aberrante”, un dar la mano sin fuerza, una traducción imposible y, así, toda calidad cinematográfica se espanta y desaparece dejando apenas la estructura mínima del relato. Entonces, todo se pierde, nada sucede, solo la definición misma de un “lugar común” contado hasta el aburrimiento.
Sin duda, el valor de la escena reside en lo que no se ve y no se pronuncia. Sobre todo en lo segundo, lo que no se pronuncia, pero no solo por el acontecimiento espiritual que está sucediendo entre el traqueteo del tren, esa tristeza que deja a ambos personajes sin palabras, sino por otra llamativa ausencia de palabras: La película se vuelve elegante y se vuelve importante cuando Vincent no anima a François, no le consuela, no le tortura con palabras de ánimo basadas en una cierta fe, y con la mejor fe. Vincent trata a François como se trata a sí mismo, es decir, dejando un espacio para el duelo, dejando que éste se despliegue verdaderamente pues, llegados a cierto punto, llegado el tren a cierto lugar, ya solo queda ir aceptando algo de una imparable privación in crescendo. Vincent ya ha comenzado a lidiar con ella, y será, sin duda, la que le llevará a ese último plano del film en el que comparecerá sonriente.
Pero mirando a François en el tren… está pensando en esa pérdida, que es propia, y de la que ya no se puede más que hablar con palabras de aceptación. Vincent señala con su rostro una transformación de la masculinidad que ha empezado a inteligibilizar y de la que François aún sabe poco. Qué elegante es ese callarse de Vincent, esa compañía sin palabras que es la única cosa VERDADERA que tiene para su amigo François. Así es cómo la escena se hace grande, es decir, por todas las cosas que no tiene.